Adicta al sexo. Ese fue su diagnóstico y el sello que marcó mi vida para siempre. Yo sabía que algo no andaba bien, mis deseos iban más allá de toda lógica porque el hambre de placer jamás se satisfacía. Pero nunca creí que mis ganas, la devoción y la necesidad de hacer el amor fueran a tal punto de ser llamadas una adicción.
El especialista me explicaba que tenía un desorden controlable y que podría vivir mi vida con normalidad si tomaba la medicación que él me recetaba… mientras yo abstraída le miraba la entrepierna y pensaba en follármelo, chupándosela de un extremo al otro y hasta el fondo….
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¡No!, no quería una vida de tranquilidad…, no deseaba pastillas que calmasen mi deseo, yo solo quería copular hasta quedar exhausta, rendida, agotada y sin fuerzas siquiera para respirar.
Salí de la consulta sin más remordimiento que el de mi vagina húmeda que me reclamaba por una verga que la llenase. El psiquiatra era ciertamente un hombre atractivo, viril y con buen paquete, pero por la ética profesional acabó rechazándome y derivándome a otro especialista… ¡vaya mierda!
Pero no importaba, recién caía la noche y sabía que mi nido favorito estaba abriendo sus puertas….
Sin pensarlo dos veces ni hacer una parada por la farmacia, tomé un taxi y deseché la receta del médico por la ventanilla. Mientras me alejaba a toda prisa veía el papel volar de un lado a otro, juntamente con la posibilidad de ser “normal”, calma… pero fría como el hielo.
“El Infierno” era mi escondite favorito, un club exclusivo en donde todos buscaban lo mismo que yo y eran capaces de complacer hasta los más oscuros deseos. Ingresé y me quité el peso de la ropa; húmeda, cachonda y extremadamente caliente entré al juego con los tres primeros hombres que se toparon en mi camino.
Acurrucados en un suave colchón me dejaba manosear por esas manos extrañas, duras, recias y grandes como los miembros que llevaba a mi boca. Mientras uno me penetraba por detrás hundiendo su falo erecto dentro de mi coñito y haciéndome respingar de gusto, relamía las vergas hinchadas que se zarandeaban ante mis ojos.
Que placer tan grande… que satisfacción me daba el sentirme penetrada, vapuleada y manoseada hasta el hartazgo. Mis tetas pasaban de mano en mano, de boca en boca y cobijaban entre sí los penes de mis compañeros de ocasión hasta que me bañaban con su leche.
Quería sentirme una reina, adorada y complacida. Me recosté boca arriba deleitándome con la suavidad de terciopelo bajo mis nalgas y abrí las piernas para masturbarme con soltura hundiendo uno a uno los deditos entre los labios de mi vagina. Ellos me observaban y amasijaban sus miembros mientras escudriñaban mi cuerpo relamiéndose para ponerse a punto, volver a la carga y arremeter contra mi sexo.
Tomándome entre los tres me colocaron de rodillas, ataron mis manos y separaron mis muslos. Dos de ellos por delante me sostenían con sus vergas en la boca, las que tragué con absoluta pasión recorriendo con la lengua desde los testículos hasta los glandes hinchados y lubricados mientras que el restante me penetraba brutalmente salpicando todo su miembro con mis fluidos y repiqueteando sus pelotas contra mi vulva.
Los orgasmos se apoderaron de mí haciéndome convulsionar. ¡Qué delicia la cima del placer sexual, el calor en mi vientre y la explosión húmeda entre mis piernas! Las ganas contenidas, la frustración por el rechazo que había vivido parecieron avivar el deseo…tan intenso, tan imparable que me sacudió por completo.
Esa noche fue larga, más que de costumbre, a tal punto de dejarme sin fuerzas. Cuando llegué a casa un leve atisbo de remordimiento carcomió mi cabeza y acarició mi conciencia, pero al instante lo deseché por el recuerdo del placer que había vivido. Rememorar las escenas calientes de las que fui protagonista me pusieron nuevamente a punto, humedeciendo mis bragas y dilatando mi vulva.
Desnuda sobé cada partecita de mi cuerpo febril, satisfaciéndome con las manos de todas las formas posibles mientras pensaba que así soy yo y por nada del mundo quisiera cambiar la razón por la que vivo, existo y deseo…